La Tienda de Aquiles, segunda mitad del siglo XV, tapiz perteneciente a la Guerra de Troya, conservado en a catedral de Zamora
Desde los tiempos de Walter Scott, la novela histórica ha venido llenando el vacío sentimental que deja la gélida historiografía; ha venido acercando la historia al pueblo; ha servido para vestir con ropajes del hogaño las escenas del antaño; ha facilitado escape a las tensiones sociales, como el caso de los pequeñoburgueses de finales del siglo XIX, destinatarios de la novela scottiana, en la que hallaron buenos con los que identificarse y malos a los que rechazar, peripecias en las que, al final brilla la esperanza, esa rara especie de virtud que tan alejada estaba de sus vidas en los albores de la industrialización. Poco ha variado en este subgénero desde aquella prehistoria. Se ha ampliado, eso sí, el abanico de temas, pues hoy día no hay materia histórica que no se haya tocado ya; se han utilizado técnicas literarias más o menos novedosas; se ha caminado por todas las épocas y estilos, pero el esquema scottiano sigue en vigor. Walter Scott nos legó un concepto de novela histórica de evasión merecida, un hogar literario en el que el lector se sentía protegido y en el que pudiera viajar al pasado huyendo del opresivo presente. Sin duda, tal voluntad es muy legítima, meritoria y, por supuesto, todos los escritores de novela histórica hemos seguido sus pasos, mas hay momentos en los que la literatura ha de servir para algo más que para la mera evasión.
En Hispanoamérica, hacia los años sesenta del siglo anterior, un nutrido grupo de escritores, no precisamente especialistas en novela histórica, se encaminó por una senda novedosa que dio en llamarse Nueva Novela Histórica Latinoamericana, una joven tendencia que tiene hoy más de cincuenta años, en algunos casos. Nos referimos a autores como Carpentier (El reino de este mundo, El arpa y la sombra); Abel Posse (Daimón, Los perros del paraíso, Largo atardecer); Mario Vargas Llosa (La guerra del fin del mundo), Fernando del Paso (Noticias del Imperio); Enrique Bernardo Núñez (Cubagua); Carlos Fuentes (Terra nostra); Roa Bastos (Vigilia del almirante); Reynaldo Arenas (El mundo alucinante), entre otros; todos ellos reivindicaban la americanidad en la historia de sus patrias. No era la primera vez que tal sucedía en el continente, pues desde los tiempos de la independencia, la literatura de autoafirmación tenía cultivadores fijos y comprometidos. Lo que sí hicieron los autores arriba mencionados fue revolucionar la forma de la novela histórica, buscar un lenguaje diferente capaz de llegar más en profundidad al lector y convencerle del mensaje americanista. Es decir, que con respecto al contenido, trastocaban la visión académica de la historia en la mayoría de los casos, y con respecto a la forma rompieron los moldes de la novela tradicional.
La novela histórica, en esta concepción, pasa de ser una reconstrucción mimética de la realidad aunque con cierta dosis de concesiones a las tramas ficcionales, para convertirse en una interpretación de la realidad, del tiempo que se quiere reflejar. La llamada ciencia de la historia no tiene, para la nueva novela histórica latinoamericana, autoridad absoluta. La crisis de valores que acompaña al posmodernismo ha logrado poner entre paréntesis la sesuda historia académica, a la que esta tendencia no concede más valor que a la ficción pura y dura; es decir que los historiadores que acusaron siempre a los novelistas de ser imaginativos en exceso, han compuesto la historia a partir también de excesivas imaginaciones, lo que les invalida como pretendidos científicos. Así, Fernando del Paso, en 1983, lanzó la consigna a todos los escritores de novela histórica: ¡Nuestra misión es asaltar la historia oficial!
Por otra parte, la forma de la novela histórica tradicional, basada en un discurso retórico sencillo, de transposición literal, en muchos casos, de la historia a la diégesis, al argumento, no sirve para esta novela que pretende trastornar desde las primeras líneas la percepción del lector. Para lograr este milagro es preciso utilizar un bagaje de técnicas literarias contrastado por el uso que de ellas hacen los grandes escritores de vanguardia: el monólogo interior, el flujo de conciencia, los diálogos sermocinados, el extrañamiento y un depurado uso del lenguaje, exento de toda sombra de lugares comunes y de los más sutiles tópicos. Por eso a estos autores, en algunos foros, se les acusa de barrocos, aunque creemos que tal apelativo, un tanto peyorativo, para dirigirse a su renovadora obra, resulta chocante y proviene, en la mayor parte de los casos, de sectores que defienden la vulgarización del lenguaje, el cortar por arriba, para que todos podamos entender, según nuestros limitados pero democráticos cacúmenes, la cultura.
Si Alejo Carpentier fue, según la mayor parte de los estudiosos, el fundador de la escuela, con sus obras ya citadas: El reino de este mundo y El arpa y la sombra, el título de consolidador corresponde a Abel Posse, con la memorable Los perros del paraíso (1983). Por último, el paradigma de la perfección, la máxima cumbre alcanzada hasta el momento por la novela histórica latinoamericana se encuentra en la obra de Fernando del Paso, Noticias del Imperio, publicada en 1987. Nadie, hasta el momento, ha conseguido sobrepasar estas cumbres narrativas en lengua castellana, en ninguna de las dos orillas.
En El reino de este mundo, Alejo Carpentier nos habla de la primera, y última, rebelión de esclavos triunfante, la haitiana, que coincidió en el tiempo con la Revolución Francesa. En ella se introducen elementos narrativos traídos del surrealismo europeo, que trasplantado a América recibió el nombre, dado por el mismo autor, de lo real maravilloso, elemento integrante de la idiosincrasia americana. Sin que el lector pierda un ápice de la secuencia de hechos históricos, se enfrentará a fenómenos maravillosos que el autor considera fueron consustanciales a aquella revolución, como las transmutaciones de personas en animales, gracias al vudú, el mito del eterno retorno, y un profundo escepticismo con respecto a la Historia.
En El arpa y la sombra, del mismo autor, se juzga la figura de Colón, con lo que este personaje se convierte en central de la narración. Es característica de la nueva novela la superación del prejuicio a utilizar personajes históricos de primera fila, pues según Georg Lukacs es preferible que aquellos sean tipos desconocidos o que se trate de tipos secundarios, de forma que el escritor tenga mayor libertad para novelar. Dicho prejuicio, con las bases en que se funda esta escuela literaria, carece de sentido, pues la libertad del escritor nace, precisamente, de cuestionar la historia; no se van a introducir hechos nuevos, es decir ficticios, en la secuencia, pero sí se van a interpretar, en ocasiones libérrimamente, los datos y hechos tomados del oficialismo. Por otra parte, el personaje histórico es elevado a la categoría de personaje de ficción. Así, en esta novela que comentamos, Colón está en ciernes de ser canonizado, para lo cual revisa su vida y, al tiempo es ponderada su hipotética elevación a los altares por los demás personajes de la época.
Todo lo referente al Descubrimiento, en una novela que pretende revisar la historia de América, es asunto preferente. Por eso, el paradigma de la nueva novela histórica está en Los perros del paraíso, de Abel Posse. Este autor argentino enmarca, en primer lugar, su obra en las dos primeras páginas, con una referencia a la situación social del Renacimiento… pero, es mejor que lo lean ustedes mismos:
«Entonces jadeaba el mundo, sin aire de vida. Abuso de agonía, hartura de muerte. Todos los péndulos recordaban el ser-para-la-muerte. En Rottenburg, en Tubinga, En Ávila, Urbino, Burdeos, París o Segovia. Jadeaba la vida sin espacio. El dios hebreo, indigestado de Culpa, había terminado por aplastar a su legión de fervorosos bípedos.»
Este lenguaje poético traspasa la obra de parte a parte y, además, entre los ingredientes formales mejor utilizados por Posse está el profundo sentido del humor, de lo grotesco, con una permanente tendencia a la comparación con la vida actual. La referencia al presente desde el que se narra, mediante autor omnisciente, es también una característica de la novela. Así, por el velo del tiempo rasgado, Colón, caminando por el mar de los Sargazos, puede cruzarse con transatlánticos o con submarinos emergentes. El surrealismo está presente en cada una de las páginas del libro, los hechos se mezclan en el espacio-tiempo, los grandes personajes de la Historia actúan con arbitraria extravagancia y, sin embargo, la narración histórica es un hecho, el mensaje sobre la unidad del pasado y el presente de América, sin verdades absolutas y hechos consumados, se logra transmitir a los lectores.
Noticias del Imperio, del mejicano Fernando del Paso es, al día de hoy, la obra culminante de la nueva novela histórica latinoamericana. En ella se hace un uso extremo de la fragmentación narrativa, otra de las grandes características de la escuela. No existe una trama única o una diégesis delimitada que no sea la meramente histórica. La monumental novela está compuesta por once capítulos pares en los que se narra el Monólogo de Carlota, la emperatriz de Méjico, esposa de Maximiliano. Este monólogo es digno de pasar a la historia de la literatura junto con el de Molly, de Joyce, como ejemplo único en su especie. Con él se llega al máximo nivel poético. Así da comienzo:
«Yo soy María Carlota de Bélgica, Emperatriz de México y de América. Yo soy María Carlota Amelia, prima de la Reina de Inglaterra… Yo soy María Carlota Amelia Victoria, hija de Leopoldo Príncipe de Sajonia-Coburgo y Rey de Bélgica, a quien llamaban el Néstor de los Gobernantes y que me sentaba en sus piernas, acariciaba mis cabellos castaños y me decía que yo era la pequeña sílfide del Palacio de Laeken. Yo soy María Carlota Amelia Victorina Clementina, hija de Luisa María de Orleans, la Reina Santa de ojos azules y nariz borbona que murió de consunción y de tristeza por el exilio y la muerte de Luis Felipe, mi abuelo, que cuando todavía era rey de Francia me llenaba el regazo de castañas y la cara de besos en los Jardines de las Tullerías. Yo soy María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina…»
Este gigantesco monólogo lleva el peso de la estructura narrativa y, junto a él, en capítulos impares monólogos sueltos de personajes (Juárez, Maximiliano), correspondencia entre soldados de uno y otro bando, escenas de la vida cotidiana, narraciones propiamente históricas, diálogos sueltos entre personajes y hasta leyendas contadas por narradores populares. Hay quien dice que no es una novela histórica, pero yo sostengo que es un instrumento narrativo equiparable a la novela, en el que la verosimilitud de lo que se cuenta es tal, pese a ser en un noventa por ciento ficción literaria, que el lector llega a la conclusión de que así, y no de otra forma, hubieron de desarrollarse los hechos.
Estos grandes autores sudamericanos pretendían utilizar la historia, dada su gran versatilidad como materia prima del arte, para enviar al lector un mensaje concreto: la historia del continente, pese a cuanto se ha dicho en los libros académicos, tiene otra lectura más popular, más afín a la realidad actual, a los problemas actuales. Para ello utilizaron las más novedosas técnicas narrativas (fragmentación, monólogos, eliminación del espacio y del tiempo, introducción de lo fantástico, metaficción, intertextualidad y sentido del humor) de las más avanzadas vanguardias. El resultado es una novela histórica que, al mismo tiempo que resulta altamente popular, como es el caso de William Ospina en Colombia, con sus obras El país de la canela o Urzúa, supera la mera narración evasiva de peripecias en protagonistas ficticios y lleva al lector a una comprensión global de la historia y, por ende, del presente.
Hoy en día, en nuestra Europa de viejo cuño, el estado se desmiembra y muestra su auténtica raíz de planta parásita del cuerpo social. Hoy en día, en nuestra tierra, sentimos que el suelo cede ante los pies de los ciudadanos. Hoy en día, en la vieja patria del hombre blanco, la desesperanza clama por sus fueros. Y si esto es así, si se amenaza con soltar a los Jinetes del Apocalipsis por la vieja Europa y dejarla arrasada, ¿no sería un refresco intelectual contar con autores que reivindicasen con sus novelas históricas, una interpretación de los hechos que nos han traído a esta situación diferente a la del mero entretenimiento? ¿Por qué no deleitar y, al mismo tiempo plasmar una forma nueva de ver la realidad? ¿Por qué no dejarnos de componer historias de peripecias y aventuras, más o menos imaginativas, y creamos una Nueva Novela Histórica Vindicativa Europea, una novela histórica de alta calidad que libere al subgénero del zurupetismo? Se requiere preparación, eso sí. Un trabajo intelectual de este tipo no está al alcance de quien viéndose capacitado para escribir sin faltas de ortografía, se lanza a la complejidad ignota de levantar una novela, pues los predecesores, fundadores americanos de tal hipotética escuela (Carpentier, Posse, Del Paso, etc.), han dejado muy alto el pabellón técnico de la Novela histórica vindicativa. Yo me siento incapaz de tal proeza y me veo obligado a pasar la palabra a quien tenga mejor ciencia.
Javier Tazón, Escalante 15 de junio de 2014.
1 comentario:
No había leído esta maravilla de artículo, en el que estando o no estando de acuerdo con el planteamiento final de Javier, éste muestra ser modesto al decir que no puede alcanzar la altura literaria de los escritores hispanoamericanos citados.
Efectivamente la gran novela histórica, es aquella en la que no importa si el protagonista histórico fue así o no, puesto que tras leer la literatura que destila esa novela, queda uno absolutamente convencido de que no pudo ser de otra manera. Grandes novelas como, Yo, Claudio de Robert Graves,las de Pauline Gedge: Faraón o La dama del Nilo o Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar o Bomarzo de Mújica Láinez, hacen que Claudio, Akenatón, Hatsetsup, Adriano o Pier Francesco Orsini, no puedan ser de otra manera que como ellos los describen, y ese es el gran logro de la buena novela histórica.
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